Primer Reto - Juan C. Ricardo
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Tengo miedo que el tiempo
Venga y me coma.
Tengo miedo que el viento
Robe mi voz.
Tengo miedo que ellos
Me vean triste,
Es por eso que yo
No quiero salir…
Azul-Natalia Lafourcade
Primer Reto
Sudor frío. Despierto demasiado temprano, son las cuatro de la mañana, comprensible bajo la expectación de lo por venir. La habitación se ha alargado, las cosas que acechan se han parapetado entre los objetos, todo aquello que vive bajo mi cama se despereza en ruidos tenues y espera que ponga mi pie en el suelo. Enfrentarme a lo nuevo por conocer siempre me ha provocado ésta actitud de duermevela. Me cubro de pies a cabeza, aunque el miedo no queda aparcado afuera. Espero en mi mente que el tiempo se venza, lo voy dejando ir hasta que efectivamente la alarma del viejo celular empieza a zumbar, me levanto de prisa, resortado por la emoción, la habitación medio iluminada por la pantalla del computador que se enciende y apaga toda la noche, su luz como un gran ojo protector. He dormido con la camiseta y la pantaloneta puesta así que busco la medias y luego los zapatos viejos que hace años compré para correr y se habían quedado esperando, movimientos rápidos para evitar los tentáculos. Me salva la luz del baño, su ritual trato de simplificarlo, me lavo la cara, cepillo los dientes y humedezco el cabello para que se asiente suavemente, no deseo verme como un loco, aunque quizá resultaría efectivo por si aquello intenta morderme. Entonces dudo. Tengo miedo. Está oscuro y hace frío afuera, es demasiado temprano, hasta ahora los ruidos de la gente que sale a trabajar cada mañana empiezan a sentirse por el edificio, los monstruos que viven en las sombras todavía no huelen la mañana; la gente es mala, las calles perfectas para hacer daño y sepultar un deseo. El espejo me devuelve una imagen habitada por alguien que espero conocer, me he hecho viejo, vuelvo a mirarme, pero más fuerte y decidido, me sonrío, estoy dispuesto.
Calzo el emepetres en mis orejas, la chaqueta impermeable alrededor de mi cintura, guardo los papeles, algo de dinero y las llaves de casa. Luego hago estiramientos como loco en la cocina, aferrado a veces al muro que la separa del comedor, repitiendo los movimientos como la letanía de un rosario.
Salgo de casa, enciendo la música en mi cabeza, el ruido profundo, fúnebre que produce el ascensor se superpone, abre sus fauces, me devora. En su vientre respiro con dificultad, cuando sus puertas se abren salgo disparado al patio interior, tomo aire, voy estirando mis brazos, rotando mis puños, deshaciendo la telaraña. Me separan dos puertas hasta la calle, la vigilante de recepción me mira con ojos amarillo brillante adormilados de intriga, a ésta hora ya hay niños y padres esperando una de esas rutas infames de horas infames de recorrido, ellos me ignoran.
Respiro el tibio de la madrugada, el piso del andén del conjunto se siente duro bajo los viejos zapatos, me lanzo de prisa y la oscuridad y la ciudad me engullen, por ahora voy sin temor, mi cuerpo llenándose de energía, doblo varias esquinas en calles solitarias, tras alguna verja una mano peluda de uñas largas me pide: ¡ven! Salgo a la carrera sesenta, la vía a superar hasta el parque Simón Bolívar, más iluminada de lo que pensé, pasan autos de prisa, más personas que salen a correr, son campeones y mi ejemplo a seguir.
Busco entonces la ruta, me voy en un trote suave que intento mantener pero que a veces se acelera sin causa aparente, gente en algunos lados, caminadores, trotadores, velocistas locos, gente que va y viene del trabajo y los vigilantes eternizados en sus casetas mal iluminadas. Llego a la rotonda de la sesenta y ocho y puedo cruzar sin temor hasta la calzada del parque, ahora debo decidir si correr alrededor de él o entrar y buscar una ruta allí, sé precavido, me digo, de todos modos no corre mucha gente por fuera tan temprano y adentro debe ser más seguro.
Voy con la música en alto, justo al entrar al parque cruzando la ciclo ruta una bicicleta me arrolla, el tipo grita un improperio y desenfunda cual cowboy una señal de esas que nunca he entendido, busco su cara, solo veo una sombra pálida con dos cuencas de negrura infinita, soy imprudente llevando la música tan alta, pero miro a todos lados y la ancha ciclo ruta o que no hubiese nadie más a quien esquivar me confunde. A pesar que las pulsaciones han acelerado más de lo esperado me recupero respirando más profundamente y los olores a verdor intenso del parque me abrazan, una humedad suave envuelve los arboles y crea una neblina a ras de la hierba. Miro a lo lejos, el camino de tierra que marca los kilómetros a vencer, tres kilómetros y medio que hoy no lo sé pero se irán reduciendo confirmándome con seguridad que nada es seguro, me digo que una vuelta estará bien, hay poca gente moviéndose dentro del paisaje, pero muchas sombras saltando entre los árboles y reptando entre las aguas heladas, me adelanto a un hombre al que arrastra un perro, luego alguien pasa toda velocidad junto a mí, en menos de un minuto el placer de rebasar a alguien y la impotencia de verme rebasado. Me busco a mí mismo, estoy por mí, respirando a mi ritmo, moviéndome con él, permitiéndome perdonar no haber estado un poco más conectado con mi cuerpo desde tiempo atrás. Voy trotando suave, la tierra amarilla manchando mis medias blancas, una sonrisa torcida en mi boca en un cercano nirvana. El camino es irregular, descuidado, hay seres caídos envueltos en hojas y ramas desgastadas, alguien corre en sentido contrario o tal vez soy yo, alguien respira muy fuerte, alguien viste extraño para correr, pero corre, alguien es demasiado gordo y le dejo muy atrás, alguien muy viejo y me sobrepasa, alguien me mira mal, alguien me desnuda y casi me hace tropezar, las cuestas son mínimas pero duras para quien apenas empieza. Cuando me doy cuenta, estoy sobre el puente cerca de donde tomé la salida, he completado mi vuelta, sé que puedo continuar y hacer una más pero me contengo, quedan varios kilómetros de regreso y la seguridad que dentro mío un engranaje muy fino de no parar y enfrentar algunos miedos se ha puesto en marcha para no parar.
Juan C. Ricardo