Me había convertido en un deportista de televisión. Vi los juegos olímpicos de Londres con una cerveza en la mano y fumando uno que otro cigarrillo para calmar los nervios entre las competencias. Mientras veía la maratón, el último día de los juegos, acostado en mi cama, pensaba en lo fácil que era encontrar excusas para no hacer deporte: no tengo tiempo, mucho trabajo, aquella vieja lesión, mucha lluvia, mucho sol, mucho frio, mucho calor. De tanto rumiarlo llegué a la conclusión que las “excusas” para salir a hacer deporte también abundaban, busqué unos tenis viejos y salí a correr.

buscando excusasA los cinco minutos me arrepentí, a los diez empecé a ver borroso y a los doce tuve que agarrarme de un árbol para no caer mientras recuperaba el aliento. El dolor en las piernas en los siguientes tres días me convenció de que no tenía estado físico sino estado deplorable. Pero empecé, con dificultad fui agarrando una desordenada disciplina, a veces agradecía la lluvia matutina que me permitía quedarme bajo las cobijas y otras veces despertaba ansioso por correr. Volví a sentir el reconfortante cansancio luego de un entrenamiento duro, y algunos de mis conocidos comenzaron a mirarme como un extraterrestre por levantarme a correr un domingo a las seis de la mañana.

Y por primera vez pensé en participar en una carrera. Llevaba varios meses entrenando y quería saber cómo era, enfrentarme al cronómetro, a mí mismo, a otros corredores, sentir que el entrenamiento tenía algún sentido. Mi meta no era ganar, sino competir, como el lema olímpico. En los primeros días de abril me inscribí para los 10k Corre Mi Tierra 2013 en Medellín. Tenía tanta emoción que 10 kilómetros me parecían nada, estaba seguro de poder sortearlos sin problemas.

Quince días antes de la carrera vi con dolor las imágenes que llegaban desde la maratón de Boston, me conmocionó el absurdo de ver una fiesta deportiva, un encuentro familiar, convertido en un escenario de guerra brutal, con tantas víctimas inocentes. No pude evitar las lágrimas con tan terrible escena, como todos los runners del mundo, sentí la pérdida de ese niño como si fuera alguien de mi familia. Ahí comprendí que esa primera carrera debía ser en memoria de estos amigos lejanos, de estos tres compañeros desconocidos que murieron y por aquellos que resultaron heridos. Había que correr, había que celebrar la vida, para mí, también había que protestar.

Los días previos a la competencia me consumió la ansiedad, repasé cien veces en mi mente el plan de carrera que nunca cumplí, y el día señalado tenía el ojo abierto desde las cuatro de la mañana.

Me fui con mi mochila a mi primera carrera. Llegué muy temprano al sitio de partida y puede ver como armaban todo. Vi montar tarimas, instalar micrófonos, armar carpas, vi llegar bolsas y bolsas y de agua, y poco a poco la calle se llenó de camisetas azules corriendo suavemente de un lado a otro, mientras otros hacían ejercicios casi imposibles de estiramiento y otros tantos hacían una enorme fila para el baño.

Todos llegaban sonriendo, niños, adultos y mascotas ansiosos por correr, desde la tarima animaban a la multitud y daban las recomendaciones necesarias.

Los ánimos subieron al máximo con el respectivo calentamiento. De pronto el locutor nos dio un duro golpe de realidad al pedir un minuto de silencio “por los compañeros caídos en Boston”. Creo que ninguno había pensado escuchar esta frase absurda antes de un carrera, pero fue bueno saber que todas esas 2.500 personas corríamos con ese pensamiento.

Como corredor novato me sorprendí cuando el sitio de partida de pronto se copó por completo, cientos de personas apretadas y exaltadas, con tanta energía que algunos parecían que iban a llegar a la Patagonia trotando. Los atletas parecían fieras esperando la libertad, la carrera era inevitable, y cuando terminó de sonar el chicharrazo de partida ya varios iban a 20 o 30 metros a toda velocidad.

Los primeros 500 metros fueron en descenso y salimos como unos locos, saltando, gritando y saludando a todas las cámaras y a los espectadores que aplaudían emocionados. En ese inicio muchos iban conversando y saludando a los amigos, animándose los unos a otros y deseándose suerte.

Pero a los 2 kilómetros pocos conversaban, el “pelotón persecutor” había cogido un ritmo y los excesos de los primeros minutos ya dejaban las primeras víctimas a un lado de la vía, que caminaban lentamente tomado un poco de aire.

Fueron unos lindos minutos de carrera el “grupo” corría sin hablar, con un ritmo parejo y coordinado. Casi todos con la misma camiseta azul celeste, avanzábamos devorándonos los kilómetros, sólo se escuchaba el acompasado golpe de nuestros tenis sobre el pavimento, parecíamos una manada de ñus atravesando la pradera africana. Pero la poesía se acabó luego del kilómetro 3. El lote se fue alargando y ya ni me acordaba cual era mi famoso plan de carrera, lo único que sabía era que tenía que moderarme o no llegaría, por primera vez pensé en abandonar, pero un poco de agua y un paso más lento me permitieron recuperarme.

En esos momentos comprendí la importancia para el corredor de toda esa gente que espera al borde de la ruta para animar con pancartas o tomar fotos. Lo más emocionante fue ver niños pequeños gritando, aplaudiendo y animando. También había quien casualmente iba pasando y se tomó un tiempo para ver y apoyar, algunos conductores que esperaban mientras la manada daba paso hacían sonar las bocinas en señal de ánimo.

buscando excusas

De repente escuchamos una sirena, era el carro con el cronómetro oficial, venía anunciando el paso del líder, quien ya había cruzado los 5k y enfilaba a la meta por la otra calzada de la avenida. Detrás del auto apareció a toda máquina un flaco alto y con gorra. Se nos olvidó el cansancio y la sed y aunque casi no tenía aire aplaudí y grite: dale flaco dale! El flaco sin mirar a los lados levantó el pulgar agradeciéndonos y aceleró el paso. Un minuto después el segundo y el tercero de la competencia pasaron y el apoyo para ellos fue igual.

Cada vez me sentía más y más cansado y por segunda oportunidad pensé en abandonar, pero la hidratación del kilómetro 5 me dio un poco de aliento. Pero cada metro se hacía más difícil, sentía como iba dejando la energía en cada paso. Desde el kilómetro 6 soñaba con el agua del 7, mi boca se empezaba a secar y sentía el sabor salado del sudor en mis labios y lengua.

Otra bendita bolsa de agua me regaló un poco de fuerza, pero no pude evitar sentir una gran desilusión al levantar la cabeza y ver frente a mí el puente que había que subir en el kilómetro 8. Llegué a la cima casi gateando, pero arriba vi horrorizado como luego del puente faltaba 1 kilómetro en ascenso pronunciado hasta la meta. Pero ya estaba ahí, a un kilómetro.

Subí despacio y tratando de agarrar la mayor cantidad de oxigeno posible. Pero ya sentía como si mis piernas pesaran 50 kilos cada una, sentí como se desconectaron del cerebro y se negaron a avanzar. A 800 metros de la meta ya no pude más y paré a un costado del camino. Con las manos en la cintura trataba de reunir mis últimas fuerzas, pero sentía que ya no podía. Luego de unos segundos alguien me dio unas palmaditas en la espalda y al pasar me dijo: hágale compadre que ya va a llegar.

Y empecé de nuevo, esos últimos minutos fueron durísimos, pero cuando pude ver la meta sabía que lo había logrado, llegué con una sonrisa en los labios, sin poder hablar, casi sin poder respirar, pero cuando me dieron mi medalla la besé feliz y me tire en la acera a recuperar el aire.

Mientras tomaba agua vi como llegaban los demás, como se les veía el cansancio y la satisfacción en el rostro. Entraron niños  felices, perros exhaustos, el que había corrido empujando a su bebé en el coche, el que venía disfrazado no sé de qué; todos llegaban felices, en esto llegar es ganar.

Una banda de rock nos recibió a todo volumen y miles de bananos nos esperaban con su preciado potasio. Me dolía todo, tratando de estirar mis piernas se encalambraron, casi media hora me costó recuperarme lo suficiente como para llegar a mi casa. Me dolió caminar, subirme al bus, subir las escales, todo me dolió al menos una semana, pero esa tarde de domingo disfruté el dulce cansancio de los grandes esfuerzos, disfruté como nada el saber que había llegado a la meta, y poder saludar y compartir con mis compañeros de competencia.

Cuando sabes eso las excusas siempre son para correr. El frio, el calor, la lluvia, son sólo los condimentos del entrenamiento duro.

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