¿Qué carajos estoy haciendo acá? - Jorge Iván Rodríguez Peña
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Hoy es 30 de septiembre de 2012, son las 8:00 a.m., me encuentro en Anapoima, un municipio de Cundinamarca que he visitado poco, y que realmente no conozco. Estoy rodeado de una gran cantidad de personas que se alistan para correr la Salomon Adventure Race, veo a algunos estudiando mapas, otros preparan su hidratación, otros ponen a punto sus bicicletas, una de las “figuras” del evento pasa en su suntuosa bicicleta rodeado de un halito de arrogancia y soberbia, me digo a mi mismo si eso es parte de pisar un podio, nunca quiero llegar a ser parte de ello; al volver al contexto descubro que estoy nervioso, desconcertado, no sé qué hacer, es la primera vez que me inscribo en un evento de este tipo, y por si fuera poco hubo un mal entendido en la inscripción y resulto en categoría amateur, si no sé lo que es una carrera de aventura mucho menos voy a tener idea de lo que es la orientación, veo el mapa y las indicaciones y no entiendo nada, mi compañero de equipo me pide que me tranquilice, que no me preocupe, que ya las cosas irán saliendo, aunque él se encuentra igual de nervioso que yo, también es su primera vez; me pregunto una y otra vez ¿qué carajos estoy haciendo acá?
Son las 9:30 a.m., nos avisan que ya pronto va iniciar la largada, tratamos de acomodarnos en medio de la multitud, lo cual no nos hace bien, ya que la ansiedad y el nerviosismo son parte del entorno convirtiéndose en una especie de epidemia, observo como un ciclista cae lentamente al no poder desenchoclarse de la bicicleta, escucho al animador de la carrera dar una serie de instrucciones y advertencias pero no entiendo que dice, solo espero el momento para dar inicio a esta aventura, y nuevamente me pregunto ¿qué carajos estoy haciendo acá?
Son las 10:12 a.m., la carrera empezó hace veinte minutos, al arrancar los participantes salieron despavoridos, no sé de qué huían o a quien perseguían. En medio del tumulto veo como algunos competidores quedan en el camino en el momento que sus bicicletas sufren un desperfecto mecánico, otros van de forma enérgica gritando “pista”, abriéndose paso a empujones. Yo levanto la cabeza y descubro un paisaje árido y agreste que me roba una sonrisa, los campesinos y lugareños están parados al borde del camino saludando y animando a los competidores. Empezamos a rodar por un desfiladero, por el que únicamente cabe una bicicleta, siento miedo, pero me niego a bajarme de mi bicicleta. Al cabo de un rato llegamos a un rio, el paisaje es bellísimo, sino estuviera compitiendo me hubiera quedado allí bañándome y disfrutando del entorno, pero estoy compitiendo y pasamos el rio con las bicicletas al hombro; le explico a una pelada como cargar la bicicleta, se nota que también es su primera carrera, y nunca se le había pasado por la cabeza andar con la bicicleta al hombro.
Foto Tomada por Yovany Castro
Son las 2:00 p.m., llevamos más de dos horas caminando, hemos perdido el rumbo y no encontramos el puesto de control N° 7, pasamos por el mismo camino más de tres veces subiendo y bajando, escuchando las indicaciones de otros competidores, pero ninguna nos convence. El sol está en su máximo esplendor, el calor es impresionante, por las características del paisaje (rocoso y árido) no hay sombra, la hidratación se nos está acabando, la cabeza se nos está calentando y nos encontramos al borde de la desesperación, nuevamente me pregunto ¿qué carajos estoy haciendo acá? Por casualidad nos topamos con algunos conocidos, ellos están compitiendo en categoría elite, y están buscando el mismo punto de control que nosotros, yo los saludo de forma efusiva, y les digo: “el que a buen elite se arrima, buena guía le acobija”, la euforia me dura poco al descubrir que ellos también se encuentran perdidos, pero decido tranquilizarme y dejar las cosas en sus manos, ellos tienen más experiencia que yo en este tipo de asuntos y sabrán cómo resolver los dos problemas más apremiantes: la hidratación y ubicar el punto de control. Mi compañero de equipo me sorprende con un acto de generosidad, al decidir compartir la poca hidratación que nos queda con algunos competidores que habían agotado sus reservas, es un gesto maravilloso que yo sería incapaz de realizar, recuerdo una frase que oí hace mucho tiempo, pero que en este momento adquiere sentido y relevancia: “compartir no es dar lo que me sobra, sino lo que necesito”. Al cabo de un rato, y como bien lo había supuesto, a partir de la guianza de los elite llegamos a una casa ubicada en medio de la nada, los campesinos que la habitan nos regalan agua, y nos indican el camino perdido. Una de las competidoras en un acto de ingenuidad le pide prestado el baño al dueño de la casa, él suelta la risa y señalando los cuatro puntos cardinales, le dice que escoja el lugar que más le guste, todos reímos olvidando por un momento el cansancio y la tensión, luego de unos minutos de respiro continuamos con nuestro camino. Al reanudar la marcha nos encontramos con la “figura” del evento, esta vez lo veo con el ceño fruncido, manoteando y gritando a su compañero de equipo, el pobre perdió el mapa, y no tienen claro el rumbo que deben tomar, el campeón aprovecha nuestro encuentro para pedirnos prestado un mapa, nosotros se lo facilitamos de mala gana y guardando silencio, no queremos que él se una a nuestro grupo (nos hace mal ambiente), veo la cara de cansancio y malestar que tiene el compañero de equipo del campeón, pienso en los problemas que acarrea pisar un podio, presumo que es mil veces más importante cuidar de mis amigos, que estar parado unos segundos en una tarima para ser proclamado “vencedor”.
Son las 4:00 p.m., llevamos más de seis horas corriendo, siento como mi cuerpo está llegando al límite, ya no quiero correr más, empiezo a pensar que este tipo de competencias no tienen sentido, que estamos siguiendo los caprichos de algún loco que decidió marcar la ruta más difícil e intrincada, una rama que raya mi nariz me saca de mis pensamientos, mi compañero me da ánimo y me alienta a seguir, “no es momento de rendirnos, ya casi vamos a llegar”. Pero aún falta lo más desesperante, la ruta que debemos seguir nos obliga a pasar por un campo tupido de arbustos con ramas y espinas que nos rayan los brazos y las piernas. En algunos puntos vemos competidores tirados en el suelo, quejándose de calambres, y tratando de recobrar fuerzas para continuar, yo paso lentamente, los observo y les pregunto si necesitan algo, ellos responden que no, mutuamente nos damos ánimo y nos alentamos a seguir. Vuelvo a mis pensamientos, este tipo de eventos no tienen sentido, no vale la pena sufrir tanto por nada, me repito una y otra vez: ¿qué carajos estoy haciendo acá?
Son las 5:20 p.m., mi compañero de equipo lleva más de quince minutos empujándome con todo y bicicleta, yo no quiero seguir, no aguanto más, a lo lejos se empieza a oír música, y el animador que nos despidió en la mañana, de repente recobro fuerzas, y la compostura, decido que voy a llegar a la meta sonriendo y de la forma más tranquila posible. Con mi compañero decidimos hacer el último embalaje, nos sentimos emocionados y alegres, ¡ya falta poco! Al cruzar la meta nos abrazamos, y celebramos con hidratación y una mogolla chicharrona que nos regala la niña que nos recibe, en ese momento recuerdo que en todo el día no he comido nada sólido, únicamente me he hidratado, el nerviosismo y la ansiedad no me permitieron comer. Con todo y eso saco energía para sentirme orgulloso de haber competido y haber terminado la carrera, la gente a nuestro alrededor nos felicita y aplaude, es un instante grato, casi como haber probado el sabor de la victoria. Acto seguido, y volviendo a la realidad, el competidor que llega detrás de nosotros nos pide ayuda, sus piernas se encalambraron y no puede bajarse de la bicicleta, mi compañero lo auxilia, lo sostiene y le hace algunos estiramientos para que pueda recuperar la movilidad articular, yo lo miro sorprendido y sostengo su bicicleta.
Son las 7:00 p.m., de regreso a casa nos recibe el cotidiano trancón de Soacha, reflexionando sobre lo ocurrido en el transcurso del día, sonrío, me doy cuenta de tres cosas que son fundamentales para mi vida, ya las sabia, pero la carrera me las recordó: lo importante no es haber llegado a la meta, sino haber sorteado todas las dificultades que aparecieron a lo largo del camino, y que convirtieron a la carrera en un reto personal; por otra parte, existen momentos en que uno siente que desfallece, y si no fuera por la existencia de otros, que lo alientan a seguir, y que de una u otra manera le dan la mano a lo largo del camino, nunca hubiera terminado, en ese sentido todo triunfo personal es de alguna manera colectivo, es gracias a otros que logre cruzar la meta avante; y por último, nada en esta vida tiene sentido, no hay un objetivo claro que explique las razones por las cuales nos encontramos en algún lugar, pero la pasión y el arrojo con el cual abrazamos esos momentos cobran importancia en la medida en que forjan nuestro carácter y nos hacen sentir realizados y plenos. Correr aventura es un llamado a la vida, a la vitalidad, sentirnos vivos, reconociendo nuestra existencia y la existencia de los otros y lo otro (la naturaleza). Si alguna vez vuelvo a tener la oportunidad de participar en una carrera de aventura, no dudaría en volverlo a hacer, así durante el transcurso de la carrera no pare de preguntarme ¿qué carajos estoy haciendo acá?
Aleja y Juan, dos buenos amigos y compañeros de camino.
Jorge Iván Rodríguez Peña