Cuando las ganas pueden más - Alexander Garzón
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Ahora miro el reloj marca pajarito que llevo en el pulso de mi mano izquierda. El cronómetro me indica 23 minutos: 23 minutos corriendo, corriendo a paso lento, más lento que nunca. Voy subiendo camino al Santuario de Guadalupe y las pendientes, unas largas, otras cortas, me tienen sufriendo: los gemelos me duelen, los muslos también, los hombros me dicen que están cansados; los brazos, más necios que nunca, me gritan que no quieren seguir moviéndose con la cadencia que los caracteriza cuando corro. Estoy vuelto mierda.
Hace 23 largos minutos arrancó la carrera organizada por la revista Maratón, que va desde la Plaza de Bolívar de Bogotá hasta el Santuario en mención. Son 12 largos kilómetros. No creo llevar tres. El suplicio es como estar pagando un karma: me tracé como primera meta llegar a treinta minutos sin parar. Miro a un lado y veo el verde natural de las montañas capitalinas; ahora miro a la derecha y ratifico que el verde natural de las montañas bogotanas, me da un impulso, me da oxígeno para cumplir esa primera meta.
Sigo avanzando, sigo corriendo pero a paso lento, a paso corto en esta mañana del domingo 14 de diciembre de 2014, en el que el sol se comienza a apoderar del trayecto. Mis compañeros de carrera y yo hace unos minutos dejamos la avenida Circunvalar y ahora vamos por la carretera que comunica a Bogotá con Choachí. La cosa, en efecto, no pinta nada fácil: tan solo las ganas, el corazón, la mente y la FE en papá Dios me tienen en carrera.
Los músculos me dicen que mire el reloj pajarito, que lo mire ya, sin embargo, me resisto. Me digo a mí mismo, y me lo digo en voz baja mirando el asfalto, que mi primera meta, mi insistente primera meta, es correr sin parar treinta minutos. Estoy más terco que nunca. Pero vale la pena. Y es que correr media hora sin parar cuando solo hay subida, es un sacrificio que vale aguantar. Por eso no miro el reloj.
Aguanto y aguanto, corro y corro, avanzo lento, muy lento, y no miro el reloj. Le hago ‘pistola’ porque sé que siete minutos, los que me restan para llegar a 30, no se pasarán fácil. El tiempo ahora es subjetivo: un minuto parecen cinco minutos; dos minutos, algo así como una eternidad. Entonces vuelve a hacerme coquitos el reloj, y todo porque los músculos, todos los músculos de mi humanidad, especialmente los de las piernas, quieren que pare ya.
He avanzado, el tiempo también, y le doy gusto a la tentación invadida por el cansancio: miro el reloj: van 29 minutos 35 segundos. Estoy a escasos pero largos 25 segundos de coronar la primera meta. Lo que inicialmente parecía una utopía, ahora parece que va a ser posible.
Sí, nuevamente miro el reloj. ¡Y por fin!: acabo de correr 30 minutos en subida sin parar. ¡Alcancé mi primera meta! Y tan pronto lo logro, dejo de correr. Ahora camino, me hacía falta. Sé que aún falta camino para llegar a la meta, la meta final. Camino un minuto y corro otro minuto. Y sigo así. Y mientras camino, algunos competidores comienzan a pasarme. Entre ellos, uno que bordea, sin lugar al error, los 70 años de edad. Por el paso que lleva, noto que ha corrido toda su vida. Tiene un estilo de correr propio de un atleta curtido que se goza la larga distancia.
Yo también me gozo la larga distancia, y todo porque amo el atletismo. Eso de sufrir en competencia es encantador. Por eso, ahora mismo no puedo tirar la toalla, ¡ni por el putas!
Ahora trato de alcanzarlo pero no puedo: ya no estoy caminando un minuto y corriendo otro, ahora estoy caminando más de la cuenta y corriendo menos de la cuenta: camino casi dos minutos y corro unos treinta segundos. Mis lánguidos músculos de las piernas quieren entrar como los de Asonal: en paro.
Mientras tanto, el señor de 70 años, mayor que yo 34, cada vez me deja más botado. No merma el ritmo. Ese corredor de toda la vida está haciendo lo propio: lleva un ritmo lento que ni aumenta ni disminuye. Sí, ni aumenta ni disminuye. ¡Qué envidia!, de la buena y de la mala, pero mucho más de la buena. ¡Qué atleta!
Pienso en mi segunda meta, la meta final, esa que ahora, después de 54 minutos de carrera, me alienta desde la distancia. De solo pensar que estoy a unos minutos de terminar, de cumplir el objetivo, no me deja desfallecer.
Al viejito de 70 años no lo veo. Claro que de viejito no tiene nada. Doblo una curva y miro al horizonte y nada que lo veo. Su ritmo lento pero firme lo sigue llevando a Guadalupe. Yo, con 36 años de edad, por enésima vez miro el maldito reloj y me indica que ya son 55 minutos los que llevo de carrera. El año pasado empleé una hora 17 minutos. La meta que me he trazado para esta competencia es bajar ese tiempo dos minutos.
El muslo izquierdo me duele demasiado: la falta de entrenamiento entre semana me tiene frito: el trabajo, el estudio, la rutina de lunes a viernes, me exponen a lesiones y me impiden tener un mejor desempeño físico. Pero en este momento nada vale, nada importa, lo único que cuenta es coronar el Santuario.
Ahora, cuando llevo 57 largos minutos corriendo y caminando, corriendo y caminando, veo que la carretera me ha dado una tregua: hay un plan. Un plan con varias curvas; un plan que recibe un viento que me refresca en algo, que me sirve de paliativo; un plan que les da un pequeño descanso a mis piernas y a mis brazos.
De pronto, los competidores que van adelante de mí, doblan a la derecha, y justo cuando voy a doblar, veo una pancarta que dice algo así como “bienvenidos al Santuario de Guadalupe”. Así las cosas, miro al asfalto y le doy gracias a Dios, esta vez mentalmente, por tenerme aún en competencia. Ya casi llego.
Si la subida por la carretera bien pavimentada que conduce a Choachí es brava, la parte final, la que me lleva al Santuario es dos veces más brava: en lo que es un camino más estrecho para los vehículos, la pendiente se inclina más.
Mis muslos están que colapsan. De pronto veo al viejito de 70 años. Lo veo corriendo al mismo ritmo que me pasó, pero lo veo lejos de mí. ¡Es imposible alcanzarlo! Sigo avanzando: camino y corro. El ácido láctico se apropia cada vez más de mi ser, el oxígeno en mis músculos cada vez es menor, tiene más energía el desaparecido Gramalote que yo.
De pronto logro pasar a un adulto mayor, no el de 70 años, que unos kilómetros atrás, cuando la subida se inclinaba más, me había rebasado. Eso me da energía, esa que ya no tengo; eso me da moral, esa que hace rato se me desvaneció; eso me da ganas, esas que hace un rato quieren desaparecer; eso… eso me impulsa para llegar a mi segunda meta, la meta final.
Ahora unos espectadores, que muy seguramente fueron a misa a orarle al Todopoderoso, nos dicen a unos corredores que quedan cien metros. Mi mente, de manera automática le da una última orden a mi humanidad: que se mueva. Y mi humanidad hace caso: toma un último impulso y logro llegar a la anhelada meta. He coronado el Santuario de Guadalupe en 1h:19m:55s. Treinta y dos minutos después del ganador. No logré bajar el tiempo del año pasado, me pasé dos minutos, mas no importa. Lo que importa es que llegué.
Notablemente demacrado, descompuesto, alicaído, desvencijado, pregunto qué será del señor de 70 años que me dejó botado. Y alguien me dice: “Él llegó hace como tres minutos”. ¡Y supongo que vivito y coleando!
Alexander Garzón