Un aspecto que caracteriza la vida del atleta es viajar. Sí, viajar a todas partes, al primer sitio de donde se sepa el rumor de la realización de una carrera, un festival atlético o una caminata, con una intensidad que le va dando un hábito de nomadismo impresionante. Aparte, si tiene a la mamá o a la esposa en la casa, le llueven mil reproches por andar tanto tiempo en la calle, si es que correr tanto le va a dar de comer o si en el peor de los casos hay razones fundamentalmente sentimentales (esto último para parejas celosas que sospechan de tanto trote). Conocer diversos lugares fue una razón que me llevó a habitar en un mundo dentro de este en que vivimos, con gran intensidad: el atletismo.  Y a continuación relataré –intentaré en lo posible abreviar- lo que aconteció en uno de esos tantos viajes que compartí con mis compañeros del Club de Atletismo Sabana de Torres.

Tenía trece años cuando ingresé a aquella escuela, y por poco que no conocía siquiera un poco más allá de la salida del pueblo, con unas contadas excepciones que no eran  justificadas precisamente por un espíritu turístico. Hallaba un interés inexplicable por correr, era una sensación que hoy la sigo sintiendo a pesar de que aumenta la dureza y la dificultad. Francamente no sé cómo se llama –pasión, amor, pasatiempo…- pero los que a diario andamos  por la pista, la carretera o el campo a través nos llena el alma.

Era noviembre de 2006. Casi cumplía un año como atleta, y cargaba con varios meses sin concretar algo claro, de no haber podido alcanzar un logro considerable, cuando en el cronograma de competencias diseñado por nuestro profesor, Gilberto Santa, apareció un evento llamativo: una prueba selectiva para la 82° Carrera de San Silvestre de São Paulo, en Brasil, que se realizaría en Villavicencio, en homenaje de Álvaro Mejía Flórez, uno de los más representativos corredores colombianos y el primer nacional en triunfar en la competencia paulista, en 1966. Aunque los cupos para asistir a esa importante justa eran solamente para la categoría Élite, los juveniles e infantiles podíamos  participar. Sería el punto más lejano al que recorríamos, puesto que nunca habíamos salido de Santander, y Bucaramanga era la cuna de la mayoría de nuestras presentaciones. 

historias de carrera 2012

Éramos muchos peláos. Nuestro grupo al fin hacía eco en Sabana de Torres y en el departamento, gracias a las notables figuraciones que habíamos tenido durante el año.

De ser llamados “camperolos”, como despectivamente algunos se nos dirigían (y como si ser campesino fuera una deshonra), fuimos vistos con un respeto considerable. Y rendíamos. Rendíamos porque trabajábamos con las uñas. Muchos de nosotros proveníamos de familias modestas en cuanto a las finanzas, aunque la alcaldía municipal de ese entonces hacía su esfuerzo porque no nos hiciera falta lo necesario en nuestras participaciones. Muy pocos tenían unos tenis adecuados para correr, la mayoría teníamos los famosos Venus que con su suela nos molían los pies,  y otros penosamente andaban  descalzos. Aun así éramos tantos que superábamos a algunas de las escuelas de deportes en grupo, en nuestros colegios y en la comunidad no hacíamos más que incentivar nuestra bandera con un orgullo y un entusiasmo que muchos envidiarían. Al acercarse el día de la carrera, superábamos los cincuenta integrantes. Obtuvimos el aval de la alcaldía, gracias a la férrea gestión que hizo nuestro entrenador. Para entonces a nosotros nos parecía un viaje al extranjero y era quizás el más importante del año, además de su irrisorio costo que lo hacía atrayente, y  todos queríamos ir. Nos asignaron un bus en el que cabían unas 35 personas bien acomodados, cifra que se acrecentaba estando bien, pero bien apretados, y sin contar con las colchonetas, las maletas y las provisiones que acostumbrábamos llevar, por lo que seguramente quedaríamos más comprimidos que un archivo de formato .zip. Al momento de salir, nos reunimos más de 40 personas, entre deportistas y acudientes entusiasmados a encarar una travesía de proporciones que no imaginaríamos nunca. 

Salimos el viernes 24 a las nueve de la noche del parque principal de Sabana en un veterano bus del parque automotor de la alcaldía hasta nuestro sitio de llegada, pasando por ciudades como Bucaramanga, San Gil, Socorro y Barbosa. Fue una noche angustiosa, por la lentitud del vehículo y por la incomodidad en la que estábamos. En la parte de atrás, la situación estaba mejor: todas las colchonetas estaban amontonadas atrás y cuatro o cinco podían acostarse en ellas, a diferencia del resto de nosotros que en cualquier curva o reducción de velocidad la inercia nos zarandeaba de un lado a otro. Así, amanecimos a las afueras de Chiquinquirá, donde nos aseamos y tomamos el desayuno. Mala suerte tuvo uno de los nuestros a quien le fue decomisado un short de tipo camuflado por parte de soldados del Ejército antes de seguir el recorrido. Con resignación el muchacho lo entregó, pero quemado. Le prendió fuego en frente de los militares para evitar una posible adquisición por parte de alguno de ellos.  

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Unas horas más tarde, llegamos a Bogotá. El dilema era salir de la gran urbe, por lo que en el camino nos encontramos a un señor que nos estuvo orientando a la salida hacia el Llano, y quien aprovechó la oportunidad para acercarse a su casa. Al terminar de atravesarla eran las doce del día, y a las cuatro de la tarde iniciaban las corridas para las categorías inferiores de las damas. Almorzamos en cierto paraje, y continuamos. A una hora de llegar a Villavo arreció un sendo aguacero que provocó que el conductor del bus anduviera a una velocidad menor a la que íbamos –es decir, excesivamente despacio-, y encontrándonos con la sorpresa de varias goteras que sorteamos llenando vasos plásticos que teníamos, para no mojar nuestras cosas. Y eran las cuatro, y no habíamos llegado. Las mujeres de la categoría élite casi terminaban en compañía de la torrencial lluvia y nosotros no hallábamos dónde parquear. Las niñas que seguían luego tuvieron que alistarse dentro y salir inmediatamente al punto de partida el cual se encontraba unas cuadras más adelante, sin ninguna clase de calentamiento más que el trote en ese trayecto. Arrancaron, y a los pocos minutos seguían las más grandecitas, mientras que el resto estaba afuera resguardándose en una panadería mientras que el profesor, bien apurado por el despelote, nos entregaba los números de competencia y a la vez andaba pendiente de las muchachas. Gracias a Dios que la programación para los varones estaba para el domingo, teníamos la oportunidad de descansar luego de la dureza del viaje. Ahora, la preocupación de todos radicaba en el hospedaje, que no estaba asegurado. Nuevamente la diligencia de nuestro instructor salía al ruedo: intervino ante una señora quien dirigía el torneo para solucionar esa necesidad, y ella generosamente nos llevó a su casa para pasar la noche. Era grande, claro, lo suficiente como para acomodar a más de 40 sabanatorrenses. Antes de eso, me había encontrado con mi padre, su esposa Dora y mis hermanas Daniela y Zharith que estaban viviendo allá, y me alegraba que tuvieran la oportunidad de verme en mis pinitos en el deporte. Estuvimos un rato juntos, conversando y compartiendo en familia, hasta el momento de trasladarnos a descansar. 

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Al siguiente día, con más calma, nos preparamos para hacer nuestra presentación en el certamen. Me correspondían aproximadamente seis kilómetros comprendidos en dos vueltas al recorrido estipulado, y eso me causaba tirria. Detestaba por montones las pruebas de fondo, ya que era el pan de cada día en los entrenamientos y en casi todas la competencias en las que participábamos. “Dentro de un mes se viene la carrera de tal sitio (lugar montañoso, empinado…). Son cinco -seis, diez- kilómetros, por lo que vamos a trabajar fondo hasta entonces”. ¡Ay, Dios! Era casi mi acabose, pues prefería las pruebas de relevos entre todos que nos llenaban de mucha adrenalina y emoción y las pruebas de semifondo que distancias mayores. Francamente no llevaba mucho optimismo en ganar o alcanzar un puesto representativo, por la fuerte competencia llegada de regiones como Boyacá, Bogotá y Valle del Cauca, y porque en ese primer año que llevaba corriendo tuve resultados más bien modestos. Pero estaban a la vista mi viejo y el resto de mi familia y eso me motivaba mucho. Salimos a calentar en la carretera, el grupito de los nuestros que íbamos a participar en ese momento. Nos reunimos, hicimos los estiramientos juntos, mirándonos los unos a los otros con la expectativa de saber quién iba a aparecer como el mejor y con un ambiente de inexperiencia que nos marcaba. Listo. Dieron la orden de iniciar la carrera, y salimos todos nadie preocupado por nadie. No había completado la primera vuelta y me llevaba por la cuesta un terrible bazo –está mal llamado, correctamente es el dolor abdominal transitorio, o la puntada del costado-, y me hacía recordar una y otra vez la excesiva cantidad de alimentos y de agua que consumí antes de la prueba. Me cuenta mi padre que en ese momento esperaba verme llegar temprano, no tan lejos de la punta, y empezó a contar uno a uno los participantes que completaban la mitad. Ninguno me vio pasar, no dejé rastro. Pobre esperanza para él cuando se iba a terminar  la contienda. Contaba y no dejaba de contar, hasta que a lo lejos divisó la figura de un joven desgarbado y cansado, con la mano apretando su vientre y con la lengua afuera, ocupando la posición 44. Era este pecho que escribe, quien no encontraba tiempo ni distancia para finalizar una desafortunada pasada en esa jornada, pero que encontró consuelo cuando de todos modos se acercaron sus familiares a felicitarlo y cuando los señores de la logística de la carrera empezaron a refrescar con agua y bebidas hidratantes. Quedaba por muy bien servido.

Estaba todo mojado. Tuve que quitarme los tenis porque me fastidiaban, y empecé a andar descalzo. Cuando todo acabó, fui con el mismo ropaje con el que corrí al centro de la ciudad con varios de los muchachos. Ahorita no me explico por qué se me dio por andar sin siquiera unas chanclas ni una pantaloneta más reservada que el pañal que cargaba puesto. Regresamos y algunos de nosotros tuvimos el privilegio de conocer al homenajeado del evento. Estaba Álvaro Mejía, entrado en años, sentado en una de las sillas de un parque con pantaloneta, camiseta y tenis. Conociendo un poco su trayectoria deportiva me admiraba de saber que ese señor taciturno y tranquilo, lleno de nobleza, había llevado al reconocimiento internacional al atletismo colombiano hacía más de 40 años atrás, cuando ni mi madre estaba en etapa de planificación. Hoy recuerdo su triunfo en la San Silvestre, lo que consiguió en justas bolivarianas, suramericanas y centroamericanas, y su acercamiento a la marca mundial de los 5.000 metros de ese entonces y analizo que para alcanzar eso fueron varios años de sacrificio depositados por él al desarrollo de su proyecto para después terminar su trabajo con satisfacción y dejando a las nuevas generaciones de atletas la oportunidad y el deber de seguir avanzando en el engrandecimiento de nuestro deporte.  Fue una experiencia inolvidable, y que impulsó como muchos otros momentos mi deseo de seguir aferrado a esta forma de vida para muchos, y un punto fundamental en su habitualidad para otros, a seguir corriendo.

Ah, para devolvernos a Sabana de Torres, las cosas mejoraron un poco. No llovió -¡Gracias a Dios!-, y nos demoramos menos tiempo. De veinte horas de ida a diecinueve de vuelta, con bullaranga y relajo durante gran parte del viaje. Prácticamente dos días viviendo dentro del autobús. No nos pudo ir mejor, porque fue una verdadera travesía al extranjero. Y con la familia que conseguí en el atletismo.

Brayam Andrés Soto

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